Alemanes en La Barrosa

Hace más de 30 años, cuando la mayoría de los chiclaneros vivían de espaldas al mar, los turistas alemanes descubrieron un paraíso que no han dejado de visitar y venerar

TEXTO: JOSÉ DE MIER // FOTO: PEDRO LEAL

Este título, hoy en 2020, no debe despertar  ninguna curiosidad, es algo normal que se puedan observar a lo largo de casi todo el año la presencia de ciudadanos alemanes. No obstante, hace más de treinta años era algo noticiable o al menos llamaba la atención. Fue la sagacidad o la intuición del fotógrafo la que quiso perpetuar esta imagen, en una mañana en La Barrosa con la ‘temporada de playa’  casi terminada.

El matrimonio alemán se disponía a emprender su paseo diario pisando la arena más endurecida, mas compactada por el agua que había  subido  la marea, lo que les permitía pasear  calzando los zapatos. Ese día coincidió una marea muy alta, que introdujo el agua hasta la zona más alejada de la orilla del mar, donde se emplazaban las casetas de madera, por lo que la playa, ya con la bajamar, permitía pasear  con facilidad, tan solo sorteando algún que otro charquito que  hubiera conservado alguna cantidad de  agua en alguna oquedad, durante más tiempo. 

El dócil perrito, un ‘fox- terrier’ como ‘Milú’, el perrillo de Tintín, pasaría una mañana espléndida bañándose en las aguas templadas de las charcas.

Los turistas extranjeros, ingleses y alemanes sobre todo, descubrieron la belleza de nuestra playa, mucho antes que la mayoría de los naturales de Chiclana, cautivándose de  placeres como el baño y el paseo. Ellos disfrutaban de ocio y esparcimiento, mientras a nosotros todavía nos educaban  pensando en el efecto curativo de los ‘quince baños’ y en la ‘malage’ del levante o el poniente.

En aquellos tiempos del famoso bañador ‘Meyba’, numerosas casetas de madera y múltiples colores poblaban la franja litoral

Fue a partir de los años sesenta cuando realmente comenzó a producirse un uso más intenso de la playa por parte del pueblo llano y, con ello, fueron muchos los que redescubrieron el mar y su costa. 

Los medios de transporte no eran muchos y el transporte público aún no comunicaba la ciudad con la playa. Se iba a la playa para echar todo el día, desde por la mañana hasta el atardecer. 

No se conocían los rayos UVA, ni el efecto pernicioso de estar expuesto al sol durante muchas horas, se puso de moda el moreno tizón y se alardeaba de bronceado; ya se utilizaba el bañador corto, el ‘meyba’ y se podía jugar a la pelota o a las palas con comodidad, había playa para todos, los pocos que la usaban.

Esta manera de utilizar la playa hizo que surgieran infinidad de casetas de madera, particulares, que se situaban en la parte más seca de la arena, donde presumiblemente no las alcanzaría el agua impulsada por las mareas.

 Estas casetas, poco a poco, se fueron convirtiendo en pequeñas casitas cuadradas de al menos dos metros de lado y de colores vivos, formando un conjunto alineado de lo más heterogéneo, por su forma y color. Aunque el uso permitido era el de  guardar la ropa, en muchas ocasiones se utilizaban como cocina y hasta de dormitorios. Llegaron a ser tantas que la ley de costas de 1989 las prohibió en todo el litoral, pues suponía un claro foco de contaminación de las arenas además de un uso privativo e inadecuado del dominio público.