Tres siglos de silencio, paz y compromiso

FOTOS: PEDRO LEAL

Hay puertas de Chiclana, de su casco histórico, que, aunque no siempre se conozca, guardan tras de sí siglos de la historia cultural, social, religiosa…  de los chiclaneros. Puertas que parecen que siempre han estado ahí; que han resistido  mil y un asedios; a las que siempre llamar en busca de auxilio terrenal o espiritual. 

Puertas que anuncian silencio, recogimiento, paz… culto. Puertas de olores y sabores que impregnan nuestras vidas, las de nuestros antepasados, desde Dios sabe cuándo. Puertas de clausura que a veces, solo a veces, se abren para mostrarnos esa otra vida, tan importante, pero tan desconocida.
En CH Magazine hemos tenido el enorme privilegio de atravesar una de esas puertas de religiosidad, clausura y compromiso sin la que sería imposible entender Chiclana, su historia.

Y es que provoca una enorme emoción pasar al otro lado de  una puerta, la del Convento de clausura de las Madres Agustinas Recoletas, tras las que descansan más de tres siglos de historia.

Un relato  que comenzó a escribirse hace ahora 353 años, cuando en una noche de Navidad de 1666 la Madre Antonia de Jesús, procedente de Granada, llegó a la villa de Chiclana de la Frontera acompañada de otras cinco monjas, cuatro de ellas hermanas de sangre de la fundadora.
Aquel fue el comienzo del primer convento de monjas de clausura de la reforma Agustiniana en la provincia de Cádiz, cuya construcción se inició un año más tarde de dicha llegada (1667) y se culminó en 1674. 

Su amplio patio de columnas toscanas y la zona de celdas destacan en un edificio aromatizado por las afamadas ‘Tortas de almendras’

“Llegamos a la villa de Chiclana el día del Santísimo nacimiento de Cristo Nuestro Señor, con tan grande agua y viento y tan grandes truenos y relámpagos y tanta oscuridad que solo veíamos el cielo y la tierra cuando daban los relámpagos”, relató entonces la Madre Antonia de Jesús.

Localizado en la céntrica calle Larga, anexo a la iglesia de Jesús Nazareno, el convento es una auténtica maravilla arquitectónica, a la que se accede a través de una puerta de piedra adintelada, que se encuentra presidida por una gran cruz.

Nada más cruzar la puerta, nos envuelve su ambiente de paz y espiritualidad, que se proyecta a todas sus estancias, desde la portería y la sala de visitas (en ella familiares y fieles pueden conversar con las monjas a través de un par de grandes rejas paralelas a modo de celosía) hasta uno de sus espacios más espectaculares, el amplio y luminoso patio de columnas toscanas.

Es en la planta superior donde se encuentra uno de los espacios ‘prohibidos’ del convento, las celdas de las hermanas, que se reparten en torno a un amplio y luminoso pasillo que aromatizan los naranjos y limoneros del jardín. 

Antes de marcharnos rendimos obligada visita a la cocina del convento, donde las monjas elaboran de forma totalmente artesanal las afamadas ‘Tortas de almendras’, delicatessen que históricamente se adquiere a través del torno (ventana giratoria) que se localiza a la entrada del convento.